Uno de los rasgos negativos de nuestro tiempo es el crecimiento progresivo de una cultura relativista, que lleva a los seres humanos a ocuparse cada vez más de lo incidental o coyuntural y cada vez menos de lo trascendente.
Nos dedicamos al análisis de los medios que empleamos en nuestra actividad cotidiana, pero no nos detenemos a reflexionar sobre los grandes fines y los altos valores sobre los cuales se funda la sociedad a la que pertenecemos. Sin embargo, el tema de los fines y los valores es el que más debería ocupar el pensamiento y el interés prioritario de aquellos que aspiramos a vivir en un mundo mejor.
Ninguna sociedad puede organizarse sobre bases sólidas si no existe en su seno el compromiso compartido de preservar y fortalecer determinados valores fundamentales. Cuando se generalizó, en los siglos XVIII y XIX, la adhesión de las naciones civilizadas al constitucionalismo liberal y al régimen democrático, se extendió también rápidamente por el mundo la idea de que ciertos valores jurídicos y morales básicos -por ejemplo, los que tienen que ver con la inviolabilidad de los derechos individuales o con el respeto irrestricto a la dignidad de la persona humana- debían ser consagrados expresamente como principios supremos e inamovibles.
En casi todos los países civilizados se acordó, en consecuencia, que ninguna mayoría democrática, por elevada que fuere, tendría facultades para alterar o desvirtuar esos principios constitutivos esenciales. Por eso, tantos países -la Argentina, entre ellos- incluyeron en sus constituciones un repertorio de definiciones, derechos y garantías que debía quedar excluido del debate político circunstancial. Esos valores pasaron a ser lo que se conoce como los "contenidos pétreos" del orden constitucional y fundante de cada país.
Ahora bien, la preservación de esos valores fundamentales no debe estar garantizada únicamente en el orden político, institucional o jurídico. Es necesario que la propia sociedad se ocupe de velar por la permanente vigencia de esos valores y principios en el seno de cada familia, en la relación entre padres e hijos, en los diferentes ámbitos de la vida cultural, en los medios de comunicación y, muy especialmente, en el campo educativo. Defender los valores máximos de una sociedad es tarea y responsabilidad de todos. Los valores, en realidad, no son públicos ni privados: son de todos los hombres y de todos los pueblos.
La educación en valores es el eje a través del cual se asegura que una sociedad permanecerá fiel a los ideales y conceptos universales que hacen más libre al hombre y que dieron origen, a lo largo de la historia, a los principales contenidos del humanismo civilizador. Esos valores pueden responder a diferentes creencias filosóficas, éticas o religiosas, pero lo importante es que han sido legitimados por la cultura universal y han adquirido una indiscutida proyección en el tiempo y en el espacio. Para las sociedades herederas del tronco milenario judeocristiano y de las distintas manifestaciones del monoteísmo tradicional, la fe en un Dios único y eterno será, seguramente, un valor insoslayable. Obviamente, eso no ha de ir en desmedro del respeto debido a todas las creencias y a todos los principios, religiosos o no, que conviven naturalmente en una sociedad respetuosa de la libertad de conciencia.
Entre esos valores e ideales que la civilización y la historia han consagrado ocupan un lugar principalísimo el rechazo y la superación de todas las formas de violencia, la defensa de la paz como ideal universal, la exaltación de la libertad y la justicia como conceptos fundamentales de toda estructura social organizativa y, fuera de toda duda, el reconocimiento de la familia como el ámbito natural de comunicación de la vida y de formación y educación de los hijos.
Tampoco deben faltar entre esos valores el que consagra y reconoce la importancia del esfuerzo y el trabajo personal, que de ningún modo puede ser sustituido por el facilismo o las dádivas otorgados por un Estado omnipresente o providencialista. Ni debe dejar de mencionarse el que determina que los derechos de cada persona tienen un límite infranqueable que debe respetarse y que está marcado por el punto en el que comienzan los derechos de los otros.
Dentro de los valores básicos de todo grupo humano debe ser incluido expresamente el que lleva a sostener que todo juicio y todo razonamiento sobre la realidad humana o natural debe ser formulado en función de los hechos objetivamente considerados y no de acuerdo con las ideologías o creencias subjetivas de cada uno. Es decir, que la verdad, y no la recreación arbitraria de los hechos, debe imperar en la relación cotidiana que los hombres mantienen unos con otros y también en el plano de las relaciones sociales e institucionales.
Entre las virtudes de alcance universal ha de estar consignado, asimismo, el que prescribe que los seres humanos tienen deberes ciudadanos irrenunciables y que, por lo tanto, deben participar mancomunadamente, en cada país, en cada ciudad y en cada aldea, en la construcción de las instituciones cívicas y políticas indispensables para la vida en común y, sobre todo, para una convivencia pacífica debidamente garantizada. Y ha de tenerse en cuenta también, de manera insoslayable, la suprema exigencia de que la justicia humana sea administrada y ejercida por magistrados probos e independientes, en un contexto de absoluta transparencia institucional y con arreglo al principio universal que determina una previsible y saludable división o distribución de funciones o de poderes.
Otro principio básico que no puede ni debe faltar en este ligero repaso referencial, que no pretende ser exhaustivo, es el que nos invita a respetar la propia historia y las grandes tradiciones nacionales. Cuando, más allá de los matices derivados de las interpretaciones, la historia es desvirtuada y falsificada -como ocurre actualmente entre nosotros- se afectan las bases de la República y cunden la desorientación y la ignorancia. La historia, ya se sabe, es en sí misma una fuente permanente de valores y es también una guía orientadora de las conductas públicas y privadas.
Es menester que redescubramos los valores que están en las raíces de nuestra organización como sociedad independiente y libre. Y que tratemos de acercarlos a la realidad vivencial y cotidiana de cada día. Un mundo sin valores es un mundo vacío. Los argentinos debemos explorarnos por dentro a nosotros mismos con la firme decisión de reconocer y asumir en plenitud los grandes valores humanos, espirituales y sociales que presiden lo mejor de nuestra historia y de nuestra tradición cultural.
Leido en La Nación
Nos dedicamos al análisis de los medios que empleamos en nuestra actividad cotidiana, pero no nos detenemos a reflexionar sobre los grandes fines y los altos valores sobre los cuales se funda la sociedad a la que pertenecemos. Sin embargo, el tema de los fines y los valores es el que más debería ocupar el pensamiento y el interés prioritario de aquellos que aspiramos a vivir en un mundo mejor.
Ninguna sociedad puede organizarse sobre bases sólidas si no existe en su seno el compromiso compartido de preservar y fortalecer determinados valores fundamentales. Cuando se generalizó, en los siglos XVIII y XIX, la adhesión de las naciones civilizadas al constitucionalismo liberal y al régimen democrático, se extendió también rápidamente por el mundo la idea de que ciertos valores jurídicos y morales básicos -por ejemplo, los que tienen que ver con la inviolabilidad de los derechos individuales o con el respeto irrestricto a la dignidad de la persona humana- debían ser consagrados expresamente como principios supremos e inamovibles.
En casi todos los países civilizados se acordó, en consecuencia, que ninguna mayoría democrática, por elevada que fuere, tendría facultades para alterar o desvirtuar esos principios constitutivos esenciales. Por eso, tantos países -la Argentina, entre ellos- incluyeron en sus constituciones un repertorio de definiciones, derechos y garantías que debía quedar excluido del debate político circunstancial. Esos valores pasaron a ser lo que se conoce como los "contenidos pétreos" del orden constitucional y fundante de cada país.
Ahora bien, la preservación de esos valores fundamentales no debe estar garantizada únicamente en el orden político, institucional o jurídico. Es necesario que la propia sociedad se ocupe de velar por la permanente vigencia de esos valores y principios en el seno de cada familia, en la relación entre padres e hijos, en los diferentes ámbitos de la vida cultural, en los medios de comunicación y, muy especialmente, en el campo educativo. Defender los valores máximos de una sociedad es tarea y responsabilidad de todos. Los valores, en realidad, no son públicos ni privados: son de todos los hombres y de todos los pueblos.
La educación en valores es el eje a través del cual se asegura que una sociedad permanecerá fiel a los ideales y conceptos universales que hacen más libre al hombre y que dieron origen, a lo largo de la historia, a los principales contenidos del humanismo civilizador. Esos valores pueden responder a diferentes creencias filosóficas, éticas o religiosas, pero lo importante es que han sido legitimados por la cultura universal y han adquirido una indiscutida proyección en el tiempo y en el espacio. Para las sociedades herederas del tronco milenario judeocristiano y de las distintas manifestaciones del monoteísmo tradicional, la fe en un Dios único y eterno será, seguramente, un valor insoslayable. Obviamente, eso no ha de ir en desmedro del respeto debido a todas las creencias y a todos los principios, religiosos o no, que conviven naturalmente en una sociedad respetuosa de la libertad de conciencia.
Entre esos valores e ideales que la civilización y la historia han consagrado ocupan un lugar principalísimo el rechazo y la superación de todas las formas de violencia, la defensa de la paz como ideal universal, la exaltación de la libertad y la justicia como conceptos fundamentales de toda estructura social organizativa y, fuera de toda duda, el reconocimiento de la familia como el ámbito natural de comunicación de la vida y de formación y educación de los hijos.
Tampoco deben faltar entre esos valores el que consagra y reconoce la importancia del esfuerzo y el trabajo personal, que de ningún modo puede ser sustituido por el facilismo o las dádivas otorgados por un Estado omnipresente o providencialista. Ni debe dejar de mencionarse el que determina que los derechos de cada persona tienen un límite infranqueable que debe respetarse y que está marcado por el punto en el que comienzan los derechos de los otros.
Dentro de los valores básicos de todo grupo humano debe ser incluido expresamente el que lleva a sostener que todo juicio y todo razonamiento sobre la realidad humana o natural debe ser formulado en función de los hechos objetivamente considerados y no de acuerdo con las ideologías o creencias subjetivas de cada uno. Es decir, que la verdad, y no la recreación arbitraria de los hechos, debe imperar en la relación cotidiana que los hombres mantienen unos con otros y también en el plano de las relaciones sociales e institucionales.
Entre las virtudes de alcance universal ha de estar consignado, asimismo, el que prescribe que los seres humanos tienen deberes ciudadanos irrenunciables y que, por lo tanto, deben participar mancomunadamente, en cada país, en cada ciudad y en cada aldea, en la construcción de las instituciones cívicas y políticas indispensables para la vida en común y, sobre todo, para una convivencia pacífica debidamente garantizada. Y ha de tenerse en cuenta también, de manera insoslayable, la suprema exigencia de que la justicia humana sea administrada y ejercida por magistrados probos e independientes, en un contexto de absoluta transparencia institucional y con arreglo al principio universal que determina una previsible y saludable división o distribución de funciones o de poderes.
Otro principio básico que no puede ni debe faltar en este ligero repaso referencial, que no pretende ser exhaustivo, es el que nos invita a respetar la propia historia y las grandes tradiciones nacionales. Cuando, más allá de los matices derivados de las interpretaciones, la historia es desvirtuada y falsificada -como ocurre actualmente entre nosotros- se afectan las bases de la República y cunden la desorientación y la ignorancia. La historia, ya se sabe, es en sí misma una fuente permanente de valores y es también una guía orientadora de las conductas públicas y privadas.
Es menester que redescubramos los valores que están en las raíces de nuestra organización como sociedad independiente y libre. Y que tratemos de acercarlos a la realidad vivencial y cotidiana de cada día. Un mundo sin valores es un mundo vacío. Los argentinos debemos explorarnos por dentro a nosotros mismos con la firme decisión de reconocer y asumir en plenitud los grandes valores humanos, espirituales y sociales que presiden lo mejor de nuestra historia y de nuestra tradición cultural.
Leido en La Nación
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